Hace tiempo, en un curso, oí algo tan gráfico que se me grabó a fuego: “el miedo al
abandono es una proyección de la abundancia en el otro”.
Y os preguntaréis por qué hablo del miedo al abandono cuando este artículo trata
sobre la dependencia emocional. La respuesta es simple: porque esta última tiene
su raíz en el miedo al abandono.
Este miedo está profundamente anclado en el inconsciente colectivo, y justamente
su intensidad e importancia explica por qué puede dirigir de tal manera nuestras
relaciones adultas. Para un bebé o un niño, ser abandonado supone, ni más ni
menos, una amenaza para su supervivencia; esto es, implica un miedo a morir, ya
que el bebé o el niño no podrían garantizarse por sí solos su supervivencia.
Esto tiene dos implicaciones: la primera de ellas tiene que ver con la impronta que
deja ese miedo (y, si lo tengo, si lo siento, es porque una parte de mí se ha sentido
abandonada -física o emocionalmente-); la segunda se refiere al hecho de que la
palabra “abandono” se aplica a seres que, por sí mismos, no podrían sobrevivir.
Es decir, a un niño se le “abandona”; no así a un adulto. Al adulto, en todo caso, se
le “deja”; el adulto puede sobrevivir aunque eso ocurriera.
Con esto queda implícito que no es el adulto quien en una relación de dependencia
emocional siente ese miedo al abandono (el cual le empuja a “depender” del otro),
sino justamente esas partes niñas, de mucha menor edad, que quedaron ancladas
en un pasado en el que se sintieron abandonadas (del modo que sea) y sin recursos
propios para sobrevivir. Y que (importante) probablemente no sepan aún a día de
hoy que nosotros, sus adultos, estamos ahí para hacernos cargo; por ello
precisamente proyectan esa abundancia, ese “tú tienes algo que yo necesito
encarecidamente” en el otro –sin que lo sintamos con esa claridad ni con esas
palabras, pero es lo que a nivel subconsciente subyace bajo los mecanismos que
desarrollamos para tratar de evitar lo que el sistema percibiría como un abandono).
¿Qué podemos hacer ante ello? Ir, solos o en presencia de un terapeuta sólido y
compasivo, a atestiguar cómo vivió aquel niño, aquella niña, esa situación de
abandono real o percibido, para que, tras ello, puedan poco a poco integrar que,
hoy, somos nosotros, sus adultos, quienes nos ocupamos de ellos y los cuidamos.
Que hoy, dicho de otro modo, somos nosotros sus cuidadores primarios y, tal vez,
otras personas puedan ser sus cuidadores secundarios (ayudando a la sanación,
pero sin ser responsables de ella).
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